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He naufragado en un mar de recuerdos.

Ante el futuro incierto, busco en el presente
al que soy. Hoy ya no es ayer.
G.D.

Estar ROTO DE AMOR, duele.

G.D.

lunes, 3 de noviembre de 2008

CUENTOS


AQUELLA POCIMA

Algunos sabores son eternos;
perdurarán más allá de nuestro olvido.

Ayer volví a tomar oporto. Sediento de recuerdos, su aroma inconfundible me trasladó a aquel día; a esa mañana tibia que aún puedo capturar y saborear como el huevo fresco que mi abuela volcaba en la taza y endulzaba con azúcar.
Un azúcar blanco que el vino oporto transformaba y licuaba junto a la yema espesa y la clara frágil.
Ese preparado -exquisito, en verdad- era sumamente extraño para nosotros: mi hermano y yo. Pero, igual lo bebíamos. La abuela decía: "es para fortalecerlos y hacerlos crecer sanos".
El huevo, lo ponía alguna de las gallinas que ella criaba en el fondo de casa. El vino, era comprado con su dinero -que ahorraba minuciosamente- o por mi abuelo, que lo incluía en la lista del mes.
Igualmente, nunca supe con exactitud quién de los dos lo adquiría. El azúcar -lo más económico-, no faltaba jamás en esa familia de inmigrantes, arribados en 1946, cuando América y la Argentina también, todavía prometían grandes y pequeñas conquistas.
Es más, ahora lo recuerdo: para que nunca fallara esa pócima matinal, de sábados y domingos, muchas veces se preparaba con vino común. Unica vez en que probábamos vino puro, de lo contrario, se cortaba con agua (sabía horrible) o soda (las burbujas eran más imaginativas).
Con el tiempo, las gallinas dejaron de ser criadas en casa. No se veía bien un gallinero en zona urbana; aunque luego del asalto y las andanzas de los roedores, como de esa vieja comadreja, mucho ánimo no les quedaba para criar pollos y patos que disfrutarían, finalmente, otros estómagos.
Volviendo al licor, la abuela o mamá -jamás las llamamos nonna o mamma; en eso sí que eran liberales, no obligándonos al uso del idioma italiano- lo preparaban convencidas de sus valores nutritivos, pese a que hoy intuyo un dejo de picardía en esa mezcla con alcohol, cuando como buenos niños curiosos, estábamos ansiosos por probar todo lo que nos estaba vedado y pertenecía al mundo de los adultos. El de mi padre y abuelo, por ejemplo. Siempre ocupados, trabajando o jugando a las cartas -los fines de semana-, en largas e impenetrables sesiones para niños y mujeres.
De ellos sólo parecíamos sirvientes. "Traeme agua", y mamá iba con un vaso. "Los cigarrillos", y yo o mi primo Antonio cumplíamos sin protestar; "cerrá esa ventana", "abrí la puerta", "vaciá los ceniceros...", ¿algo más podían pedir papá, el abuelo y los tíos, que se sentían muy hombres por golpear sobre la mesa, putear a la "Madonna Santa" y escupir a sus costados?. Orinar, sentados a la mesa, era lo único que les faltaba.
Yo, que era un niño de apenas 6 u 8 años, no sentía como propio ese mundo, y, entonces, concebí mi priopio universo. Un universo más suave, menos real por consiguiente, más próximo a mi tía, madre y abuela que, con afecto, abrían sus brazos cuando ellos me expulsaban u ofendían con su olvido.
....Y pensar que estas historias resultaron del oporto y el huevo; el azúcar y esa gran madre llamada abuela Amelia.
Lo recordé anoche, cuando bebía (de la botella) un poco de oporto. Antes, aburrido -supongo- fui a la cocina en busca de algo sabroso, diferente, y sólo encontré galletitas de agua, las vainillas que devora y destruye mi hijo Lucas, y el vino de postre.
Tomé el envase -idéntico al de hace 25 años- y sorbí dos o tres veces del oscuro y dulce manjar. Sin forzarlo, volvieron aquellas mañanas de Castelar o Ituzaingó; nunca se supo bien en qué barrio vivíamos. El cartero decía "Ituzaingó"; el lechero, "Castelar"; la vecina pretenciosa, "Castelar, porque es más chic" -aclaraba-; y mi familia, "Ituzaingó". Su estación de trenes había sido una marca a fuego, imborrable de las retinas que la vieron cuando, después de llegar al puerto, desde esa Italia que ya no recuperarían, se instalaron en el oeste del Gran Buenos Aires, donde todo estaba por hacerse.
Recordé, también, la taza de flores rojas, el delantal húmedo y las manos jóvenes de una mujer joven (hoy cubierta de canas), que supo amarnos con todo su corazón, decírnoslo y hacérnoslo sentir.
Con 34 años no es usual ni sencillo volverse pequeño. Menos creerse un niño. Yo tuve ese raro privilegio, gracias al oporto. Ese vino que un sábado compré en el supermercado, porque iba a preparar un postre -de vez en cuando me dan ganas de experimentar en la cocina- y tomé en otras ocasiones, sin que se produjera el espejismo de esa noche aburrida y fría, cuando todos los recuerdos volvieron juntos, grabándoseme la frase del comienzo: "vuelvo a tomar oporto".
Así revivieron su perfume, cientos de imágenes, y unas ganas enormes de completar la idea de escribir esta pequeña historia. Mi historia. La que estuve meditando, aplazando, bosquejando -silenciosamente- en mi memoria. En el corazón y en mi espíritu.
Segundo Premio en el Primer Certamen por Internet de Letras, Ituzaingó, Buenos Aires, 2002. Publicado en Antología, categoría "Cuento".


NOCHE ROJA


Necesitó perpetuarse en un baño de Ciudadela.
La sala de espera, fría y nauseabunda, dio igual.
Los baños, no existían en esa estación de trenes.
Desesperado por estamparse en la pared, recogió su cortante del suelo, apenas entró. Es que distraído, se le había caído de las manos.
Eran más de las 2 y en el andén no se observaba público.
Dentro de la sala, un olor fétido le abrió los pulmones llenos de nicotina.
El fumaba sólo cigarrillos comunes y bebía cerveza. No como los otros: sus amigos del Fuerte Apache, que consumían también marihuana o adhesivos combinados con alcohol y hasta solvente.
Miró por los vidrios rotos y saboreó el aire fresco; los sonidos de los autos y el tren que desaparecía lo hicieron reaccionar.
Frente a él, un diario desarmado se deslizaba con rumbo impreciso.
Sacó su mano del bolsillo y se la pasó por la frente. El sudor, lo bañaba como en el sauna del Once: ése que por 10 pesos lo aliviaba, de vez en cuando.
Las palpitaciones de su joven corazón se aceleraron rápidamente. Se sentó en el suelo y volvió a buscar su cortante. Era rojo y negro.
Extendido sobre las baldosas húmedas, irguió el viejo "cuter" varias veces.
Después, lamió su hoja metálica con placer. El brillo lo conquistó.
Lentamente la bajó hasta su mano izquierda y comenzó a pincharse un dedo, otro y otro. A tajearse suavemente.
Su cara, iluminada por una rara y extravagante sensación, dibujó un éxtasis profundo y confuso.
La sangre, no tardó en aparecer y correr por su piel blanca. Con cuidado, detectó en la pared un espacio de cemento sin escritos. Allí se dirigió.
De pie, tambaleándose, escribió con letra apurada: "Aquí se pajea todos los viernes Ezequiel". Luego, escondió su mano en un pañuelo y se dio a la fuga.

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